Partimos de Cartagena destino a Santa Marta muy motivados (tal vez demasiado), nuevamente con la promesa de arenas blancas y aguas trasparentes que nos esquivó anteriormente (y nos esquivaría una vez más). Llegamos al hostel con el calor de la siesta y ni bien nos registramos apuntamos directo a la playa. Cuando nos emprendemos a partir recibimos dos consejos:

- Persona 1, parada al lado nuestro: “si van a la playa lleven lo de valor con ustedes, es más seguro que si lo andan dejando en el hostel”

- Persona 2, sentada en la vereda: “si van a la playa, dejen lo de valor en el hostel, porque allá no es seguro, les van a robar”

Aparentemente nos robarían en la playa, y si teníamos suerte de que eso no pase, nos robarían en el hostel (finalmente, ni uno, ni el otro).

Debo decir que desde ese momento me iba formando un preconcepto negativo del lugar, impulsado por los comentarios de sus propios habitantes; que luego desmentí con mis días conviviendo allí.


 

El centro dispone de unas calles lindas para caminar y varios bares que están muy bien para salir de noche. Fuimos a un boliche y algunos bares donde la pasamos genial. Excelente ambiente y carisma de toda la gente; conocimos a François, un francés que le ponía tremenda onda a todo, a Nasim y a Veronique, una francesa de la que me enamoré perdidamente (y ocasionalmente). Dicen que el amor habla el lenguaje universal pero en nuestro caso no pasó, definitivamente me va mejor chamuyando en cordobés porque entre mi francés y su español, ambos inexistentes, fracasé rotundamente en mis dos intentos por explicarle que mi corazón le pertenecía.. bueno, capaz que en ese momento mis intenciones no eran tan románticas.

Luego de unos días partimos al parque Tayrona, a ver qué onda.

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